A media cuadra de la avenida Tacna, en el centro de Lima, funcionaba desde 1968 la Librería Cosmos. Fundada por el cusqueño Teófilo Luna Atayupanqui y bautizada en honor a los logros de la cosmonáutica rusa, este local del Jr. Ica 441-A (Interior 104) se convirtió en refugio para quienes buscaban libros llegados directamente de la Unión Soviética. Hoy, bajo el nombre de Librería Científica, sigue asombrosamente siendo testigo de una época en que las ideas viajaban en tinta y papel.

Cosmos importaba sus publicaciones a través de Mezhdunarodnaya Kniga, la distribuidora estatal soviética. Entre sus estantes convivían la revista Sputnik (una suerte de Selecciones del Reader’s Digest soviéticas) con obras de Pushkin, fábulas de Mijalkov, manuales técnicos y, especialmente, literatura infantil.
Fue uno de los pocos espacios en Lima en las décadas de 1970 y 1980 donde circularon, con regularidad, materiales traducidos directamente del ruso al español, especialmente, literatura infantil. Y fue en la librería Cosmos, donde de niño recibí de manos de mi padre, La hormiga y el astronauta.
Un libro que venía del frío
En el invierno de 1973, mientras la carrera espacial alimentaba la Guerra Fría, Progress Publishers – el gigante editorial soviético – lanzaba La hormiga y el astronauta. Su autor, Anatoli Mityayev (1924-2008), no era un escritor cualquiera: veterano de la Segunda Guerra Mundial como artillero naval en el Pacífico, había cambiado las trincheras por la pedagogía. Tras estudiar literatura, dedicó su vida a convertir complejos conceptos científicos en fábulas accesibles, mezclando su experiencia bélica con los paisajes de su infancia en los Urales.
Las ilustraciones corrieron a cargo de Yuri Molokanov (1932-2003), artista formado en los rigurosos planos de la oficina de diseño espacial Koroliov, antes de convertirse en ilustrador estrella de Progress Publishers. Durante dos décadas (1960-1980), desarrolló un estilo único: sus bocetos técnicos, realizados con reglas T y compases, cobraban vida con acuarelas que dotaban de calidez a personajes como Murashka, la hormiga protagonista del cuento.

Cuando Progress Publishers lanzó el libro en 1973 con una tirada inicial de 70,000 ejemplares, la URSS estaba en plena campaña para sembrar orgullo científico en las nuevas generaciones.
La traducción al inglés de Avril Fyman (conocida por sus versiones de Dostoievski) llevó al libro a bibliotecas desde Londres hasta La Habana. Mientras en Occidente se usaba para enseñar física sin fórmulas, en Cuba y Vietnam servía como herramienta de alfabetización científica.
De Moscú al mundo
Cuando Mityayev falleció en 2008, el obituario del diario Pravda lo llamó «el hombre que cazó estrellas con palabras». Medio siglo después, su legado sigue vivo: desde las reediciones que cada cierto tiempo son lanzadas, hasta el personaje «Mityay» en un videojuego llamado STALKER 2 del año 2023.
Hoy, al compartir este cuento completo, no solo rescatamos una pieza de literatura infantil: revivimos un fragmento de historia donde la ciencia y la fantasía se dieron la mano para hablar de lo esencial. Y además, una época en donde los niños se nutrían con lo mejor de la literatura infantil. Sin prejuicios, sin conservadurismo hipócritas, con mucha fantasía y ganas de cambiar el mundo para el bien común.
Porque al final, como descubrió Murashka, todos habitamos el mismo frágil y azul planeta.
LA HORMIGA Y EL ASTRONAUTA
Por A. Mityayev
Traducción del ruso al español (basada en la versión inglesa de Avril Fyman)
© Progress Publishers, 1973

Murashka, una joven hormiga roja, vivía en un hormiguero cerca de una cerca de mimbre.
A un lado de la cerca había un campo de calabazas, y al otro, un camino.
Todas las mañanas al amanecer, pasaba por allí un carro de leche.
Era un carro pesado. Cuando pasaba, todo el hormiguero temblaba.
A Murashka le gustaba dormir, pero ¿cómo podía hacerlo cuando las paredes de su casa vibraban como en un terremoto?
Así que se levantaba antes del sol, se frotaba los ojos con sus patas delanteras, se ajustaba el cinturón y salía apresuradamente a trabajar.
Su trabajo era muy común: atrapar orugas bajo el abedul y llevarlas a la despensa.

Una mañana, Murashka llegó al abedul, corriendo como siempre, y se sentó a descansar un momento.
Estaba sentada mirando al aire, buscando una oruga verde colgada de un hilo de seda.
No vio orugas.
En cambio, vio un sol enorme cayendo directamente del cielo.

Murashka se asustó tanto que pensó que el sol lo quemaría y quiso huir.
Pero de pronto notó que había un hombre dentro de ese sol.
Murashka lo reconoció de inmediato por su traje espacial y su casco.
Era un astronauta, con un gran paracaídas naranja ondeando sobre él.

El astronauta aterrizó, se soltó el arnés del paracaídas, se quitó el casco y se sentó junto al abedul.
—¡Hola, abedul! —dijo, tomó una ramita de hojas en su mano y la besó.
A Murashka no le pareció gran cosa.
¡Fantasear con decir «hola» a un abedul cuando había una hormiga real con quien hablar!
«Es que no me ha visto», pensó Murashka, se retorció el bigote rojizo y trepó al zapato del astronauta.
Del zapato corrió por su pierna, luego por su manga, y finalmente por su dedo índice.
El astronauta vio a Murashka y sonrió.

—Buenos días, señor Hormiga. ¿Por qué está tan temprano? ¿De trabajo?
—Así es —respondió Murashka tímidamente—. Pero, ¿es verdad que la Tierra es redonda como una calabaza?
—Totalmente cierto —respondió el astronauta—. Acabo de estar muy lejos de nuestra Tierra y pude ver que es redonda.
—Para nosotros aquí arriba está bien —dijo Murashka—. Aquí vivimos todas las personas y hormigas. Pero abajo, al otro lado, no hay nadie. Todos se caen.
—También hay hormigas y personas al otro lado de la Tierra, señor Hormiga.
—¡Vaya cosa! —Murashka lo encontró difícil de creer.
En ese momento se escuchó el rugir de un motor.
Era un helicóptero que venía por el astronauta.
—Rápido, escóndete, o la corriente de la hélice te arrastrará —dijo el astronauta y colocó a la hormiga detrás de una piedra.

MURASHKA BAILA
Resultó que todos los hermanos, hermanas, abuelas, abuelos, sobrinos, sobrinas, tías y tíos de Murashka también habían visto al astronauta.
Pero sentarse en su dedo y hablar con él fue un honor reservado solo a Murashka.
Así que, aunque era solo una hormiga roja común, los demás comenzaron a tratarlo con gran respeto.
«Pero Murashka no tenía intención de trabajar. No hacía más que bailar«
Murashka decidió que ahora era alguien importante y solo haría lo que le gustaba. Y lo que más le gustaba era bailar.
—Baila de alegría —dijeron las otras hormigas, comprensivamente—. Déjenlo. ¡Cualquiera reventaría de felicidad!
Pensaron que, después de su capricho, Murashka se calmaría y volvería al trabajo.
Pero Murashka no tenía intención de trabajar. No hacía más que bailar.

Las hormigas se enojaron. Esa noche cerraron las puertas del hormiguero y lo dejaron afuera.
—¡Ajá, así que son así! —gritó Murashka a las puertas cerradas—. ¡Bien, si eso quieren! Haré mi propio hormiguero, ¡mejor que el suyo!
—Si quiero, encontraré un mundo nuevo y viviré allí solo. ¡El astronauta me contó todo!
—Y cuando lo pienso —se dijo Murashka, tiritando un poco en el frío de la noche—, ¿por qué no encontrar mi propia Tierra?
EL NUEVO MUNDO DE MURASHKA
A la mañana siguiente, Murashka fue a elegir un mundo. Le gustó una calabaza grande y rayada que colgaba de la cerca de mimbre. Le pareció un mundo aparte.
Trepó a ella y se convenció: las rayas amarillas eran campos de trigo, las verdes bosques, y en el pequeño hueco de arriba se acumulaba agua de lluvia, un mar.

Murashka bailó en la orilla, descansó y luego salió a explorar. Quiso dar la vuelta a su Nuevo Mundo para ver qué había abajo: quizás montañas o algo interesante.
Pero los lados de la calabaza eran lisos y resbaladizos. Murashka se cayó y aterrizó con un golpe en el suelo.

—¿Cómo es esto? —pensó, frotándose la espalda—. El astronauta dijo que no podías caerte de la Tierra.
De nuevo trepó a la calabaza. Se sentó al borde del mar, apoyó la cabeza en las patas delanteras y empezó a pensar cómo construir su nuevo hormiguero.
Estaba en eso cuando la calabaza tembló y zumbó.
—¡Ajá! —pensó, asustada pero emocionada—. Debe ser un terremoto. Mi mundo es absolutamente real.
Pero no era un terremoto. Un niño que pasaba por el campo de calabazas había lanzado una piedra con su honda y golpeó directamente la calabaza.
SE REENCUENTRAN
Pasaron los días. Murashka vagaba por el campo de calabazas, trepaba la cerca y, a veces, llegaba hasta el abedul, siempre en secreto. El Mundo Calabaza ahora le aburría, pero el orgullo le impedía volver al hormiguero. Se había convertido en una vagabunda sin hogar. Ya no bailaba; su alegría se había esfumado. En su lugar, solo quedaba el rencor.
«Injustamente, Murashka atacó al hombre por la espalda: trepó por su camisa blanca hasta el cuello, luego a su mejilla, y finalmente a su nariz«
Así que, cuando vio a un hombre bajo el abedul, se dirigió a él pensando: “Lo morderé. Eso lo hará saltar”.
La hormiga avanzó entre la maleza, enfureciéndose cada vez más.
—¡Le morderé la nariz! —masculló.
Injustamente, Murashka atacó al hombre por la espalda: trepó por su camisa blanca hasta el cuello, luego a su mejilla, y finalmente a su nariz. Justo cuando se arqueaba para dar un mordisco, se encontró entre el pulgar y el índice del hombre.
—¡Un viejo amigo! —oyó Murashka—. ¿Qué haces paseando por mi nariz?
Murashka se paralizó de vergüenza: era el mismo astronauta.
Aunque ya era roja, Murashka se puso escarlata.
—¡B-buenos días! —balbuceó—. ¿T-tú otra vez?
—Quería ver este claro otra vez —respondió el astronauta—. Y el abedul, y a ti, señor Hormiga. Volver a la Tierra no es algo cotidiano. Nunca olvidaré la alegría.
—¿Y la Tierra realmente es como una calabaza? —preguntó Murashka, recordando sus problemas.
—Como te dije. Como una calabaza, una pelota o un globo. Un globo azul volando por el espacio.
—¿Y nadie se cae?
—Nadie.
—Entonces, ¿por qué me caí de mi mundo? —preguntó Murashka. Su voz tembló.
Al escuchar toda la historia, el astronauta estalló en risas.
—Ah, amiga Hormiga, esta Tierra es maravillosa. Si no tienes nada mejor que hacer, te contaré algunas historias.
—Adelante —dijo Murashka con tristeza—. No tengo nada mejor que hacer… por ahora.
Se acomodó en un botón blanco y se preparó para escuchar.

LA PRIMERA HISTORIA
Hubo un tiempo en que todo en la Tierra se caía. Las cosas de abajo caían hacia abajo y, por extraño que parezca, las de arriba caían hacia arriba. Simplemente volaban como pájaros. Los perros salían volando si no estaban atados a sus casetas. Las manzanas maduras, dulces como la miel, caían y volaban desde los árboles. Había que recogerlas verdes, pero eran tan ácidas que no valía la pena comerlas. ¡Puaj!
Instalaron barandillas en las calles para que la gente pudiera agarrarse. Para evitar accidentes, colocaron redes sobre postes altos en pueblos y ciudades. Los despistados salían volando y caían en las redes. Luego bajaban por escaleras.
Y lo que ocurría en las casas… sillas y mesas, si no estaban clavadas al suelo, caían al techo.
Como ves, Murashka, era peor para los humanos entonces que ahora para ti en tu calabaza.

Y la gente le dijo a la Tierra: “Sabemos que eres amable. Por favor, haz que dejemos de caernos”.
—Está bien —respondió la Tierra—. Ejerceré una atracción sobre todas las cosas, como si fuera un imán y ustedes fueran metal.
La Tierra ejerció atracción, pero tan fuerte que la gente no podía levantar los pies. Los pájaros se quedaban pegados a los techos sin poder aletear. Las copas de los árboles se doblaban hacia el suelo.
—¡Ay, ay! —gritó la gente—. Atraes demasiado fuerte. Un poco más suave, por favor…
La Tierra empezó a atraer suavemente, como ahora. Y nadie volvió a caerse.
LA SEGUNDA HISTORIA
Pero aún no todo estaba bien. Y te diré por qué, Murashka. La Tierra colgaba en el espacio, como tu calabaza. Y el Sol siempre la iluminaba del mismo lado. Así que un lado era siempre día, y el otro, siempre noche.
En el lado soleado había calabazas, limones, fresas; los pájaros cantaban, las mariposas revoloteaban, liebres y conejos saltaban.
En el lado oscuro no crecía nada, ni siquiera dientes de león. Solo vivían búhos. A veces venían gatos —porque ven en la oscuridad—, pero pronto regresaban al calor del Sol.
Cuando la gente quería dormir, cerraba pesadas cortinas —no se puede dormir con luz en los ojos—. Algunos cruzaban al lado nocturno para descansar, pero allí se quedaban dormidos y llegaban tarde: al trabajo, a la escuela. Muchos se golpeaban en la oscuridad.
Entonces la gente le pidió a la Tierra: “Amable Madre Tierra, ¿podrías girar para nosotros?”.
Y la Tierra giró frente al Sol como una niña que muestra un vestido nuevo. El Sol brilló primero en un lado, luego en el otro.
Donde estamos ahora, Murashka, es de día. Pero al otro lado es de noche, y todos duermen: humanos y hormigas.

LA TERCERA HISTORIA
Entonces, Murashka, me contaste que una piedra cayó en tu calabaza y casi te mata. Muchas piedras caen también en nuestra Tierra. Hay nubes de rocas que vuelan por el espacio exterior.
Una vez, la Tierra le dijo a la gente: “Necesito una cubierta para que las piedras no me lastimen. Hice dos cosas por ustedes. Ahora hagan algo por mí: piensen cómo protegerme”.
Primero lo intentaron los vidrieros. Hicieron una cubierta de vidrio. Pero apenas estuvo lista, se oyó un gran estruendo de cristales rotos: un meteorito había abierto un agujero.

Todos los vidrieros trabajaron para repararlo, pero en cuanto arreglaban un lugar, los vidrios estallaban en otro.
La gente se desanimó. No podían usar hierro: no verían el Sol.
—Déjenme intentarlo —dijo un vendedor de globos.
Liberó aire comprimido de sus cisternas. Aunque una fila de niños esperaba globos, él no se distrajo. Siguió trabajando hasta envolver la Tierra con una manta de aire.

A todos les gustó la manta: el Sol seguía visible y los meteoritos se atascaban y ardían como cerillas.
Al vendedor le gustaban las palabras científicas. A su manta de aire la llamó “atmósfera”. Luego volvió a vender globos a los niños.
EL ÚNICO E INSUSTITUIBLE
—¿Qué hago ahora? —preguntó Murashka—. No me dejan entrar al hormiguero, me cierran la puerta. Claro, una calabaza no es una Tierra. En otoño la llevarán a la aldea, la cocinarán y freirán sus semillas para que los niños mastiquen en invierno… Bien por los niños. Tienen abrigos, botas y gorros. Pero yo me congelaré en invierno, moriré…

Murashka sollozó y se secó una lágrima con su patita roja.
—Mira arriba, pequeña hormiga —dijo el astronauta suavemente.
Una oruga verde colgaba de una rama del abedul, suspendida en un hilo plateado.
—Creo que es tu oportunidad para enmendar las cosas —susurró el astronauta—. Y recuerda: hay mucha gente y muchas hormigas, pero solo una Tierra. Adiós ahora… y buena caza.
El astronauta se marchó a su coche. Murashka corrió hacia donde descendía la oruga.
«Hay mucha gente y muchas hormigas… pero solo una Tierra«
Cuando arrastró su captura al hormiguero, nadie preguntó nada; las hormigas entendieron que ya había sido castigado por su arrogancia. Pero Murashka, tras entregar la oruga, dijo:
—Hay mucha gente y muchas hormigas… pero solo una Tierra.
Y las hormigas no dijeron nada, porque siempre lo habían sabido.

© Progress Publishers, 1973. Impreso en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Créditos:
Texto original ruso: A. Mityayev («Муравей и космонавт»)
Traducción al inglés: Avril Fyman
Traducción al español: Basada en la edición de Progress Publishers (Moscú, 1973)
Ilustraciones: Yuri Molokanov
