Operación de cirugía estética de Lucrecia Gutiérrez
UNA OPERACIÓN DE CIRUGÍA ESTÉTICA Cansada del uso de aparatos correctores de la nariz tan pomposamente anunciados, llegué a convencerme de su ineficacia para modificar mi defecto de la nariz, por lo que decidí recurrir al especialista que, en una sola y sencilla operación de injerto, indolora y sin ninguna cura posterior ni quedar señal alguna, me dejó curada como puede apreciarse en mis fotografías anterior y posterior a la operación. Contenta por ello, he decidido comunicar a los que les interese que no sigan perdiendo el tiempo y el dinero en la aplicación y compra de aparatos que no tienen eficacia alguna para corregir los defectos de la nariz y, si en ello están muy interesados, acudir a un especialista que es el único que puede curar su deformidad. Quiero al mismo tiempo testimoniar mi más reconocido agradecimiento al doctor Sevillano por el completo desinterés y esmerada atención con que llevó a cabo la intervención que, además de curarme de un defecto físico desagradable, disminuyó la molesta obstrucción nasal que venía padeciendo.
LUCRECIA GUTIERREZ
Calle de Italia No. 269.—MIRAFLORES.

En la década de 1920, mientras Lima intentaba abrirse paso en la modernidad, al interior de distintos consultorios médicos, el filoso bisturí se convertía en un instrumento de división y ascenso social. La joven Lucrecia Gutiérrez no solo buscaba aliviar una obstrucción nasal: intentaba cruzar una línea cruel entre la aceptación propia, y la social. Su rinoplastia fue un acto de higiene estética, donde cualquier rasgo indígena se limpiaba para dar paso a algo nuevo y ajeno.

La nariz, siempre más que un órgano, maldición para muchos, pero víctima inocente de su ubicación central en el rostro, ha devenido en símbolo absurdo de raza y clase. Lucrecia, borra su «defecto físico desagradable» y no solo cambia su perfil, reescribe su identidad en un plano ajeno. Recuerdo a las geishas japonesas que cubrían su piel con oshiroi para encarnar un ideal de pureza inalcanzable y soy testigo de como más y más personas recurren al blanqueamiento cutáneo para ascender socialmente, creyendo que el progreso es la negación de sí mismos: ridícula creencia de que el valor humano se mide en tonos de piel o rasgos afinados.

Y ahora, un siglo después, la presidenta Dina Boluarte, encarna una paradoja que nos afecta a todos los peruanos: para gobernar un país mayoritariamente mestizo, su rostro se ha despojado de las marcas que la vinculan a él. La nariz, ahora recta; y las arrugas, testigos de vida y el tono de piel, registro de su origen, se difuminan bajo capas de falsedades. Su transformación es más que vanidad: es una señal, un guiño a las embrutecidas élites peruanas y sobre todo limeñas, de derecha, que siguen decidiendo quién merece ocupar el poder.

Dos mujeres, un destino

Lucrecia y Dina, separadas por cien años, comparten un destino: decidieron convertir sus cuerpos en territorios conquistados por estándares que no son los suyos. Mientras Lucrecia justificó su intervención como «salud» —creyendo que una nariz nueva la «curaría» de su condición y «enfermedad» social—, Boluarte impulsa una realidad donde lo indígena debe continuar bajo el sometimiento de fuerzas capitales.

Para Dina Boluarte, sin embargo, el rejuvenecimiento y el blanqueamiento no son solo vanidad ni asimilación: resulta ser una máscara que intenta ocultar la podredumbre tras su ascenso al poder. Cada arruga eliminada, cada tono de piel blanqueado, opera como «cortina de humo» frente a los actos de corrupción que manchan su gestión. Las cirugías no borran culpas; las disfrazan. Y aunque el filoso bisturí afine su rostro, las grietas internas persisten: tras la máscara de autoridad se vislumbra una tremenda pobreza humana, una ausencia de autenticidad que la delata más que cualquier imperfección física.

En la actualidad, la belleza no nada es inocente: carga muchas culpas y se ha transformado en un código que excluye o incluye, que borra o visibiliza. Lucrecia Gutiérrez y Dina Boluarte son resultado de una nación que no logra reconciliar sus diferencias con sus estructuras de poder. Más allá del pacto mafioso que involucra a los tres poderes del Estado, hay algo detrás de estas operaciones estéticas que debería preocuparnos: el verdadero defecto no está en la cara, sino en la sociedad que obliga a las personas a cambiarse de rostro.

Rejuvenecer la piel no renueva la ética; blanquear el rostro no limpia la conciencia. Lucrecia y Dina, cada una en su tiempo, nos recuerdan que los cuerpos modificados no redimen a las sociedades enfermas. Las máscaras caerán; pero las cicatrices éticas permanecerán.

El periodista Gustavo Gorriti ante los ataques del gobierno de Dina Boluarte tuvo una respuesta precisa: «Las mentiras y las distorsiones groseras revientan en la cara… y luego no hay cirujano plástico que arregle el rostro de la ruina moral«.

Una frase precisa que da origen a estos sencillos —y preocupados— comentarios que terminan AQUÍ.

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