UN TERREMOTO EN LIMA. FANTASÍA TRÁGICA (1906). Un rescate para la historia de la literatura fantástica en el Perú.
Dieciséis años antes que apareciera la primera novela de Julio Verne, París en el siglo XX, en el Perú se publicaba por entregas, entre julio de 1843 y enero de 1844, en las páginas del diario El Comercio, Lima de aquí a cien años de Julián Manuel del Portillo. Incluso, H. G. Wells no nacía.
El panorama sobre la literatura fantástica en el Perú es un campo nuevo de investigación. Se están identificando fundadores y autores como Clemente Palma, Abraham Valdelomar, Ventura García Calderón, Cesar Vallejo o en décadas recientes, Héctor Velarde o José B. Adolph. Asimismo, nuevos escritores vienen incursionando en lo fantástico y la ciencia ficción.
En este deslumbrante terreno en construcción, CANAL MUSEAL ofrece para su estudio y análisis UN TERREMOTO EN LIMA. FANTASÍA TRÁGICA, un cuento de corte apocalíptico acerca de la destrucción de la ciudad de Lima. De autor anónimo -hasta el momento- apareció en ACTUALIDADES. Revista Ilustrada, del mes de marzo de 1906. Dirigida por Octavio Espinoza y Gonzáles, el semanario tuvo constancia entre los años 1903 y 1908, publicándose 275 números.
Entre sus redactores habituales encontramos al mismo Clemente Palma, a Francisco Acebal, Enrique A. Carrillo (Cabotín ), Andrés A. Aramburú, Juan José Reinoso, Fernán Cisneros, Felipe Sassone, Ventura García Calderón, Dora Mayer, Pedro Rada, Henry Houssaye, Óscar Miró Quesada y Enrique Sienkiewicz, entre otros.
Actualidades ofrecía distintas formas de presentar la noticias del arte, la ciencia y la sociedad, desde crónicas, cuentos, poemas, actividad cultural, etcétera. La gráfica era de suma importancia, la cual a través de fotograbados, fotografías y caricaturas, complementaban un producto singular e interesante de la prensa peruana, senda que tomarían Prisma, Variedades, entre otras: el fotoperiodismo.

Las imágenes provenían de los principales estudios de la ciudad como Courret Hermanos, Ugarte, Moral, incluso de colaboradores que remitían sus instantáneas a la redacción, como Julio Alberto Castillo (Jack), pero sobre todo, se hacia uso de la famosa y reconocida fabrica de fotograbados e imprenta de Carlos F. Southwell.
Por eso, este relato cobra singular importancia, además de ser un ejemplo que se circunscribe en las categorías ya identificadas de la literatura fantástica de ciencia ficción, el ensayo visual que acompaña el texto representa un ejercicio de imaginación desbocada que se deleita en el mismo proceso técnico de destrucción de flamantes e históricos hitos arquitectónicos y urbanos de la ciudad de Lima. Un delirio visual y apocalíptico notable de ocho (8) cuadros para ser incluidos en cualquier estudio sobre los inicios del foto-montaje y la edición fotográfica.
Entregamos, entonces, un relato acerca de uno los temores sempiternos de los limeños, el miedo a un suceso de magnitudes impensables, bajo la certeza de que ocurrirá y la zozobra de no saber cuándo.
Esperamos que este rescate sume y aporte a los estudios y antologías acerca de un género literario que se devela y se descubre poco a poco ante nuestros asombrados ojos, y fantásticos gustos.
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UN TERREMOTO EN LIMA
FANTASÍA TRÁGICA
(1906)
Ningún tema, hoy, de más actualidad para ser explotado por el periodismo que este de los terremotos. Parece que el planeta en que vivimos sufriera de alguna grave enfermedad, y que los tiempos actuales constituyeran el periodo de una crisis aguda, precursora, quien sabe, de la muerte. El Perú ha sido en varias ocasiones, teatro de estas convulsiones, aún desconocidas en sus causas; y Lima, la riente ciudad de los virreyes, quedó en ruinas, casi, a consecuencia del terremoto de 1868. Así, pues, esos fenómenos tienen para nosotros una doble y triste repercusión, y nadie, si vive a las orillas del Rímac, deja de pensar en estos días de una posible catástrofe.
Actualidades, poniendo de lado el explicable temor de que esos pensamientos van siempre aparejados, ofrece a sus lectores, en el siguiente artículo, algunas de las escenas, siniestramente trágicas del drama que, a ocurrir la no deseada catástrofe, habríamos de presenciar, los que no halláramos en ella una muerte tan injusta como inmediata.
El año de 1906 fue de dolor y desventura para buena parte de la humanidad. Despertaron de su sueño las latentes energías de la naturaleza, y en días de trágico horror, nos hizo experimentar lo inmenso, lo inexplicable, lo ilimitado de su poder. En Italia, primero, la riente campiña de Nápoles quedó casi sepultada bajo los ríos candentes de la lava: poco después San Francisco de California quedaba arrasada por el terremoto y los incendios; más tarde, cuando ya creíase aplacada la furia del dios de las desgracias, Valparaiso y muchas otras ciudades de Chile no eran, después de una hora de horror indescriptible, sino un montón de escombros y cenizas, que los vientos del mar aventaban, sonoros y tranquilos.
Esta última catástrofe fue tema, en la ciudad de los virreyes, de calurosos comentarios. Los periódicos, durante un mes publicaron artículos en los que se discutían ardua y contradictoriamente todas las doctrinas acerca de los temblores. No faltó, tampoco, el magno adivinador de catástrofes por venir. Decíase dueño y fabricante de un aparato, distinto de los sismógrafos, con el cual le era posible fijar, horas antes, la realización de una catástrofe. Y así sucedió que la predijo para el 24 de agosto de ese año, en la noche.
Los habitantes de Lima y pueblos circunvecinos, sobrexcitados con las noticias que por esos días llegaban del sur, dieron crédito al vaticinio, y esa noche fueron muchos los que durmieron al raso, en las plazas, en los malecones y en las afueras. Pero la espantosa catástrofe debía realizarse mas tarde: el sol del 25 de asistí alumbró todavía, suave dulce, como sol de invierno que termina, la vieja ciudad de nuestros mayores.
Como transcurrieran los días y no se realizaron los lúgubres vaticinios, la confianza fue renaciendo en todos los espíritus. Dos meses después de ocurrida, ya casi nadie recordaba la catástrofe de Valparaiso, y el cable transmitía de vez en cuando a los periódicos noticias acerca de la milagrosa reconstrucción de la ciudad de San Francisco, hoy más hermosa y confortable que nunca. La fatalidad, maga de dolor y desventura, parecía hallarse lejos de las Américas, y más lejos aún de Lima. Y así fue como, a traición y por sorpresa, fue arruinada, en pocas horas la alegre y vieja capital de la colonia.

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¡Qué dulce, qué tibia, qué voluptuosamente inicióse la primavera de 19…… Fueron quince días de incomparable belleza, en los que el alma sentía, en toda su amable plenitud, el bien de la vida. La ciudad entera bañábase en un baño de alegría; nunca fueron más hermosas que entonces las mujeres, ni más verdes y coposos los arboles, ni más frescas las flores, ni tuvieron más harmoniosos trinos los jilgueros y gorriones.
Setiembre tejía horas de seda y oro para los limeños, menos preocupados que nunca de las desgracias que el porvenir tenía ocultas para ellos, En ese mes y en muchos de los anteriores no había ocurrido en la capital acontecimiento alguno digno de mencionarse; ni incendios, ni asesinatos, ni meetings, ni estrenos de obras nacionales, nada, en fin, de aquellos que constituye una calamidad ciudadana.
Hacia fines del mes, en la noche del 27, a las 3 de la madrugada, sintióse un temblor de poca intensidad, pero de mucho ruido. No causó daños, ni alarmó más de los de siempre. Al día siguiente, el 28, a las 4 de la tarde, repitiese el fenómeno, más brusco esta vez. Algunos inmuebles viejos sufrieron considerablemente y la plaza del Mercado, edificio de construcción debilísima, amenazó derrumbarse, cuarteando sus altas y poco solidas paredes.
El Comerció solicitó, entonces, del Dr. Villazón su parecer acerca de esos inesperados movimientos; y el sabio, decidiendo a los deseos del diario, calmó los nacientes temores del publico, en un artículo de dos columnas inserto en la edición de la mañana del 29. Dos horas después casi todos los que leyeron el articulo dormían el sueño eterno bajo los escombros y las ruinas.

Mañana más hermosa no la vieron jamás los ojos de los hombres. El sol doraba, cariñoso y suave, las calles multicolores de la ciudad; las plazas y alamedas sonreían bajo la caricia astral, y el cielo, profundamente azul parecía una esperanza suspendida sobre la humanidad.
Como era sábado, la actividad ciudadana era mayor que de costumbre; sabiendo todos que el día siguiente era de descanso y de jolgorio, apresurábase en su tarea, ganosos de trabajo. Los girones centrales, y la gran Avenida de la Unión, recientemente inaugurada, bullían con el bullicio crepitante y continuo de los tranvías eléctricos, los automóviles, los ómnibus, los coches, las bicicletas y los peatones. El tán-tán incansable de los unos, el trompeteo de los otros ensordeció verdaderamente.
«A lo lejos veíase el hasta entonces inofensivo San Cristóbal empenachado siniestramente con una larga y negra columna de humo, que a ratos resplandecía en una enorme y sangrienta llamarada».
De pronto, unos minutos antes de las once, cuando el tráfico era mayor y más animado, óyose un ruido seco, prolongado, como si viniera de desorientadas lejanías. La atmósfera oscurecióse en el breve espacio de unos segundos; y poco después, ante los ojos azorados de los moradores de Lima, casas, templos, estatuas y balcones, estremeciéronse como sacudidos por brazos titánicos e invisibles y caían pesadamente, sepultando a innumerables infelices………..
¡Aterrador espectáculo! La catedral, partidas sus dos torres, encarrujadas las columnas de sus pórticos, vino a tierra sorda y pausadamente, como un titán herido de muerte. Estremecíase el suelo, agrietándose y abriéndose, en espasmódicas convulsiones; los gritos desesperados de dolor y de protesta mezclaban trágicamente con el pesado caer de las cosas; y el polvo, desprendido de las ruinas, tupía, hasta ennegrecerla, la atmósfera.
Por un momento pareció que calmaba la fuerza destructora del fenómeno, dejó de estremecerse la tierra, aclaró un poco el ambiente; y fue entonces cuando los que sobrevivieron al espantoso cataclismo, pudieron apreciar, con la razón oscurecida por el pánico, el horror de la situación.

Las calles eran inmensos montículos de escombros, atravesados por alambres eléctricos y los postes que principiaban a arder; el agua del Rímac, cuyo cauce nadie había visto crecer, -tan rápido fue el crecimiento- inundaba la parte baja de la población, arrastrando cadáveres, muebles, vigas y techumbres, como un rio de pesadilla. A lo lejos veíase el hasta entonces inofensivo San Cristóbal empenachado siniestramente con una larga y negra columna de humo, que a ratos resplandecía en una enorme y sangrienta llamarada. Los pocos edificios en pie ardían y ardían, instigados más a cada instante por un viento tempestuoso. Ayes y quejidos, lamentos y maldiciones, quedaban como apocados sonoramente por el crepitar intermitente de la tierra.
«un grito que era más bien un lamento, un lamento proferido por la desesperación: -¡El mar, el mar, el mar!….»
Veíase a ratos a alguien que huía, los ojos desmesuradamente abiertos, sin rumbo, a ciegas, impulsado como por una secreta inspiración; caía, de pronto, aplastado en su carrera por una cornisa, un poste o un farol. Allí quedaba, debatiéndose en el último temblor de la agonía. Las mujeres morían silenciosamente, agarrotadas sus gargantas por el horror de lo que sus ojos veían: ni las madres acordábanse de sus hijos, ni los hijos de sus madres: el instinto de la propia conservación volvió fieros a los siempre risueños y mansos pobladores de la hoy extinguida ciudad de los virreyes.
La tregua duró algo más de una hora, acaso. Tregua que no significó en manera alguna cesación absoluta de las revueltas y desencadenadas energías de la naturaleza. Pues aún cuando en ese espacio de tiempo no hubo temblores, seguían produciéndose en toda su horrorosa extension los daños causados por el incendio y el desborde de las aguas. Pero, así y todo, el animo de las gentes recuperó algo la tranquilidad, y sobre todo, dio por albergue a la esperanza. Congregados en los cuadriláteros que fueron plazuelas, o allí donde eran menos los escombros, las gentes hablaban, sollozando algunas, o riendo otras, aquellas medio locas por la angustia y el miedo, llamábanse desesperadamente unas a otras; los padres a sus hijos, los maridos a sus mujeres, los pequeños a sus madres. Nadie, casi siempre, respondió. Y a pesar del doloroso silencio, seguían interminablemente las llamadas.
Pelotones de gendarmes y de soldados recorrían las calles y avenidas, tratando de socorrer a las víctimas; los bomberos, inutilizados sus aparatos de salvamento, pretendían, en vano, poner coto a los incendios……

Lugares hubo en que las estragos fueron más grandes y terribles: la plaza del Mercado, debilitada ya por anteriores movimientos de tierra, cayó toda entera, y bajo sus altas paredes y férreas techumbres encontraron la muerte tres o cuatro mil personas, a esa hora en que el enorme edificio era visitado por la muchedumbre acostumbrada de todas las mañanas. En la Plazuela de la Inquisición el Senado ardía; la estatua del libertador Bolívar, en tierra, destrozada y partida, era solo un montón informe de bronce polvoroso; del Teatro Municipal, inaugurado un año hacía, no quedaban sino los pilares, la arcada suntuosa del foyer, y por una irrisión inexplicable, la armazón laberíntica de la tramoya, extendidas aún las decorados del Sigfrido, cantado la noche anterior por una compañía de opera veraniega.

De uno de los grupos estacionados al fin de la gran Avenida de la Unión, salió de pronto, un grito que era más bien un lamento, un lamento proferido por la desesperación:
-¡El mar, el mar, el mar!….
A lo lejos, bajo el azul ceniciento del cielo, avanzaba, lenta y segura, una gran masa verdosa, rugiente, y toda cubierta de espumas. Cabalgaban en sus lomos hinchados las armazones deshechas de los barcos, restos de casas y edificios…. Avanzaba sobre Lima, en una invasión desoladora. En breves minutos la zarpa del monstruo cayó sobre su presa, rompiendo los diques naturales que a su paso se oponían.
Las pocas habitaciones aún en pie después del terremoto, cayeron sin estrépito, mansamente, con el chasquido agudo y metálico de los objetos al hundirse en las aguas. Los incendios sofocados de improviso deshacíanse en inmensas humaredas barridas y arrastradas por el viento. Los pocos sobrevivientes de la catástrofe primera no tuvieron un solo grito de protesta ante esta nueva e irremediable desgracia: se entregaban al sueño supremo de la muerte sin desesperación y sin amargura, como ansiosos de un descanso definitivo después de tantas horas de dolor y de desgracia.
La formidable ola penetró hasta los confines últimos de la ciudad, en un solo avance incontenible y rápido, retiróse después. Y la obra de destrucción de la capital del Perú quedó consumada por entero.
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De los 180,000 habitantes que por entonces componían la población de la ciudad, lograron salvarse apenas cuatro o cinco mil, los que pudieron, por razón de distancia, por conservar alguna serenidad o porque veló sobre ellos su buena estrella, huir a los cerros próximos hasta cuya cima no llegaron las aguas salobres del pacifico.

Callao, Chorrillos, Barranco, Miraflores. la Magdalena corrieron igual suerte. El terremoto abrazó algo más de 100,000 kilómetros cuadrados, a lo largo de la costa, y a consecuencia de él quedaron en ruinas muchas poblaciones y ciudades del viejo imperio de los Incas.
De los buques surtos en la bahía del Callao, pudieron ponerse en salvo los de guerra extranjeros, que se hicieron a la mar con toda la rapidez que les fue posible. Fueron sus tripulaciones las que, dos días después de la catástrofe, descendieron a tierra, desafiando dificultades y peligros.
Nada quedaba de la que fue, ella en un tiempo, cuando Dios quería, la Perla del Pacifico. Una inmensa extensión, desnuda y triste, en la cual se erigía, a veces, pelada y negra, una pared. Hacinamiento confuso de cosas y cadáveres………..

Montón inerme y silencioso, lo que antes fuera todo vida y todo movimiento. Y sobre esta comuna e irreparable desventura, bajo el bombo sereno de los cielos volaban siniestramente los gavilanes y los cóndores, atraídos desde la legajas cumbres de los Andes, por el olor del opíparo festín que la fatalidad habríales preparado.
Meses después, y como nadie pensara jamás en reconstruir lo que fue la riente metrópoli, allí donde esta se alzara un tiempo lozana y fresca, no se veía sino un campo inmenso, bordeado por el mar y las montañas. Y donde se levantaran palacios y las montañas. Y donde se levantarán palacios y alamedas, catedrales y edificios de todo genero, no alcanzaba a distinguir el curioso visitante, sino ruinas y escombros, donde la hiedra se enroscaba, como un símbolo de la muerte y el olvido…..
1 comentario en “UN TERREMOTO EN LIMA (1906). rescate para la historia de la literatura fantástica en el Perú.”
Vamos a bailar a la Catedral: https://www.youtube.com/watch?v=E5JP26kv1Fo