En el contexto de la agitación social y política del Perú a inicios del siglo XXI, el siguiente artículo de Daniel Contreras Medina, publicado en 2006 en la revista Cuestión de Estado ofrece una mirada incisiva sobre los sucesos ocurridos en Ilave y Andahuaylas.

A través de su experiencia como enviado especial, Contreras aborda la relación tensa entre la prensa y las comunidades locales, especialmente en momentos de crisis. La narrativa explora cómo la cobertura mediática no solo refleja, sino que también moldea la percepción pública de un pueblo que se enfrenta a la violencia y la injusticia.

Esta crónica invita a reflexionar sobre el papel del periodismo en la construcción de la historia social y su capacidad para capturar la complejidad de la realidad peruana.


Desde la perspectiva del periodista, enviado especial a las zonas en conflicto, los difíciles sucesos acaecidos en Puno y Apurimac se debaten entre el hecho aislado y la violencia permanente. De igual manera, responden a situaciones donde el rol de la prensa entra en peligroso conflicto con la ciudadanía debido a los intereses de cada cual. El testimonio de un actor de la prensa, presente en el medio nacional y en el estallido local a la vez, tiene por eso particular interés.

UNA MIRADA DESDE ILAVE Y ANDAHUAYLAS

Prensa y población: una relación difícil

Por: Daniel Contreras M.

Muchos medios de comunicación capitalinos lamentaron el haber hecho oídos sordos a la huelga del pueblo de Ilave como protesta ante un municipio supuestamente irregular. Se reprocharon no haber enviado una cámara, sea de TV o fotográfica, a aquel pequeño poblado al sur de Puno el 26 de abril de 2004, día en que lincharon al alcalde en plena Plaza de Armas. La oportunidad de hacer un alto rating o de vender miles de ejemplares se había perdido en esa ocasión. Las escenas divulgadas de la muerte de Cirilo Robles Callomamani provenían de un videoaficionado y, por ende, las imágenes de la “justicia popular”, de la “fuente ovejuna”, eran deficientes.

El anuncio de un nuevo paro regional en El Collao exigiendo la liberación de los regidores detenidos por la muerte del burgomaestre alertó a la prensa. Las mesas de informaciones de los diarios y canales recibían datos que terminaban en predicciones de posibles ajusticiamientos, caos total y revolución aimara.

El trabajo de los enviados especiales comenzó durante la primera quincena de mayo de 2004, a la espera de sucesos que evocaran la crudeza en el frontis del municipio. Había que aguardar en el lugar de los hechos la creación de noticias por parte de los enfurecidos pobladores, más aún tras haber anunciado un radical paro regional.

¿Pero qué garantías para los periodistas habría en un terreno ausente de legalidad, de orden y seguridad, allí donde se ha linchado a un alcalde a vista de medio mundo, sin ningún asomo policial o político? Donde todo personaje era sospechoso, ya sea anciano, profesor, triciclero, madre, vendedora, chofer, congresista.

Si el pueblo ilaveño mostraba un profundo desprecio hacia la autoridad, en todas sus dimensiones, una tergiversación de los valores democráticos (“si la mayoría elige al alcalde, entonces la masa también puede desaparecerlo”), en ese contexto informar, trasmitir los hechos de manera objetiva, era desempeñar el mismo rol que le atribuían al gobierno: el de la inacción y la subestimación de las minorías.

Transmitir la realidad

El escenario ofrecía una paradoja: colas de pobladores frente al quiosco de periódicos en la Plaza de Armas de Ilave a la espera del diario que desdeñaban por no mostrar la “realidad” tal cual, con titulares que ellos mismos habían protagonizado durante 45 días luego de la muerte del alcalde Robles. Desde las cinco de la mañana, decenas de hombres y mujeres se agolpaban por obtener un ejemplar de Correo, en su edición regional, el único que llegaba a la localidad; y si no lo conseguían, se las ingeniaban para fotocopiarlo y ponerlo a la venta.

Las noticias no eran las que deseaban. Era vox pópuli que gracias a la prensa los ilaveños eran tildados por puneños, cusqueños, limeños y demás peruanos como asesinos. Lo que para unos se trataba de un asunto policial, un linchamiento vil, para otros consistía en aplicar la justicia ante la ausencia de instituciones.

Los ilaveños estaban hartos de que se les acusara de contrabandistas y narcotraficantes, ya que las imágenes que emitía Panamericana TV, la señal más vista en la zona, ensalzaba de manera notoria la moderna construcción del municipio, un edificio de cinco pisos, que evidenciaba una “opulencia” inexistente. No les gustaba para nada que dijeran que el local, que más parecía un hotel tres estrellas, fue construido con dinero lavado del narcotráfico.

Cada mañana los comentarios eran los mismos. “Los medios mienten, no reflejan nuestra realidad”, pues la prensa los tildaba también de furibundos, intransigentes y hostiles, ya que no permitían el diálogo con el Gobierno.

Para la gran parte de la población exacerbada en medio del caos social, en Ilave, como luego sería en Andahuaylas, ser periodista era igual que ser espía, un ajeno vilipendiado, un extraño que redactaba notas de mentiras, que no sabía de lo que era ser aimara (o chanca) y que relataba en Lima una historia diferente a la que ellos creaban.

En ambos lugares, la prensa poseía una presencia de singulares características. En Ilave no hay canales de TV locales, sólo dos estaciones radiales y no llegan los medios escritos de la capital.

El periodista Kevin Moncada, del diario Correo de Puno, testimonió que el 23 de mayo de 2004, durante un reyerta entre comuneros ilaveños y la policía, fue rodeado y cogido a golpes por un grupo de pobladores enardecidos. “Uno de ellos me arrebató la cámara fotográfica y la destrozó. Seguidamente sentí que los golpes iban y venían por doquier. Para mi fortuna, se oyó la voz de una mujer que gritaba: ‘¡Es de Correo, ¡déjenlo ya!’. La turba hizo un paréntesis y alguien dijo que conocía al de Correo y se acercó para comprobar. Gracias a Dios me reconocieron y me dejaron ir, advirtiéndome que en la nota plasmara la realidad”.

¿Fuera periodismo?

En algún momento, se vuelve tentador pensar en lo “lejos que se está de la civilización”, pero ello sería un error: Ilave se halla a dos horas de Puno y a tres de Juliaca, y Andahuaylas, de por sí, es una urbe muy activa. Todo refleja que es lo contrario, pues el mecanismo estatal es el que expone su lejanía, ¿o será mejor decir su ausencia?

El hecho de que la víctima haya sido un alcalde —el más cercano representante del Estado— y que la comisaría principal de la ciudad fuera la tomada, dejando incluso policías muertos, debería advertirnos el camino a la posible fuente del problema.

La prensa, en su íntima naturaleza, con ojos y lentes ahumados, observa y cubre los hechos, mientras otro gran sector de ella los ignora para reencaminar los acontecimientos hacia sus intereses. Seguiremos, todo indica, cayendo en el mencionado error de pensar que los protagonistas provienen de tierras muy lejanas. Siempre serán los otros a quienes hay que estudiar si anotamos nuevamente en la agenda: “llamar antropólogos o sociólogos conocidos”.

Siempre será tarde si no consideramos que la prensa es una herramienta de solución; si seguimos escribiendo noticias acerca de “otros”, sin vislumbrar que para la historia de la violencia finalmente no existen ese tipo de débiles fronteras: peruanos que matan peruanos.

Llegué a Ilave y a Andahuaylas como enviado especial del diario La Razón, medio que veía a los ilaveños y a los reservistas en la comisaria como las mejores armas para seguir criticando al gobierno de turno. No importaba la irracionalidad de las demanadas, sino informar a la población del resto del país que no existe autoridad y que el presidente debe ser vacado. Ese era el objetivo del periódico.

Mayo de 2004: llave

Los cables anunciaron así la noticia. El 23 de mayo de 2004, al caer la tarde, una exacerba turba atacó a un grupo de periodistas en Ilave, que fueron citados por los dirigentes del movimiento popular para una conferencia de prensa. Sin embargo, la violencia estalló cuando la policía retiró el montículo de piedras que los habitantes del distrito habían colocado en el puente de esta localidad durante una huelga general dos días antes.

Al mediodía, llegaron a la Plaza de Armas de llave cerca de dos mil personas dirigidas por Edgar Larijo. En este momento, algunos sujetos empezaron a insultar a los periodistas que cubrían el hecho, entre ellos reporteros de la empresa televisiva Frecuencia Latina y de los periódicos El Comercio y La Razón.

Un contingente policial retiró desmontes de esa vía de acceso, lo cual motivó que algunos manifestantes incitaran a la población para enfrentar a las fuerzas del orden. Entonces los periodistas Juan José Rizo Patrón y Dante Piaggio, de El Comercio; Elena Cano y Daniel Contreras, del diario La Razón (medios que la población no leía de manera masiva y de ahí la irracionalidad de sus criticas); así como Mónica Cépeda y Oscar Echevarría, de Frecuencia Latina, fueron atacados con piedras y hondas.

Los periodistas desconocían la zona. A fin de protegerse, huyeron con dirección a los cerros para luego llegar a Juli, cinco mil metros de distancia al sur de llave, pero la turba los persiguió a lo largo de tres kilómetros. La aparición de un poblador que se conmovió de ellos fue esencial para que escaparan, ya que nadie les dio refugio durante la huida en medio de la puna.

Sin embargo, al tratar de rodear el río llave nuevamente los comuneros les lanzaron piedras. Una mujer les mostró el camino para embarcarse a Juli. Piaggio tomó rumbo contrario al de sus compañeros y se temió que hubiese quedado atrapado en la turba. Horas después, se supo que había llegado sano y salvo a Puno. Ya en dicha ciudad, un helicóptero, con una alta autoridad del Ministerio del Interior, procedió a rescatar al día siguiente a los demás periodistas.

Enero de 2005: Andahuaylas

En Andahuaylas, el poder de la noticia escrita lo poseen los pequeños diarios El Tiempo y La Opinión. La presencia capitalina se circunscribe a añejas portadas expuestas en las calles. A pesar de que en su portada del 14 de mayo de 2004, el diario La Razón (cuestionado por su vena fujimontesinista y por los titulares dictados por la mafia) señalaba «¡Qué miedo! ¡Humala crece: 9.5%! Preocupante crecimiento del etnocacerismo», el 2 de enero de 2005 gritaron en primera página «¡Insurgencia!», apoyando la toma de la comisaría en Andahuaylas por parte de Antauro Humala.

A las once de la mañana del 4 de enero, rodeado de periodistas y cientos de personas arengando a viva voz, Antauro Humala posaba sobre la capota de un vehículo. A sus pies se encontraban los restos de un etnocacerista muerto. Luego de esta exposición pública, una hora más tarde, quien escribe ingresó al recinto protagonista del asalto que abrió el año, el cual podía ser retomado violentamente de improviso. El líder etnocacerista recordó en entrevista el apoyo que había recibido desde las páginas de La Razón, que compartía su oposición contra el gobierno de Alejandro Toledo.

A las tres horas, y junto a una improvisada comitiva oficial, la salida fue lo difícil, al ser impedida por el ciego escudo humano de hombres y mujeres apostados ante la comisaría, alegando que si lo hacíamos, «la policía entraría y mataría a los muchachos».

Humala, quien todo el tiempo negociaba a su manera, confesó: «Yo ya no puedo hacer nada, han visto que esto es inmanejable, en cualquier momento puede haber una matanza… Mejor quédense a pasar la noche». Tras diversos tratos infructuosos y explicaciones a un grupo de intermediarias que debíamos remitir notas a Lima, «¿para seguir mintiendo?», obtuvimos como negativa.

Ese trance terminó con la decisión del líder de asistir a una reunión pactada en el municipio por las autoridades presentes, donde anunciaría la entrega de sus armas por la mañana. De esa cita Humala no salió.

Al día siguiente, sus reservistas se entregaron, mientras Andahuaylas era tierra de nadie, de destrozos y peligrosas agresiones a la prensa, de enfrentamientos: «Ambiente de guerra civil se vivió en Andahuaylas», tituló en portada el diario La Razón con nuestras notas remitidas. En boca de todos se hallaba el desacuerdo con el gobierno y su presidente. Un discurso que ya no interesaba recoger, pues sonaba vacío como una excusa.

Tras la entrega de los reservistas, la ciudad poco a poco retomó la calma en horas de la noche. Al día siguiente, la comisaría aparecía solitaria y sucia. «Es un día histórico», recordamos lo dicho horas antes por un etnocacerista, durante el estado de emergencia.

Tensiones nacionales

Experimentar la actitud de los bandos que se forman en medio de los eventos noticiosos y comprobar que la violencia resulta un fenómeno recurrente en nuestro país es una aventura vivida como redactor de locales y política.

Supone distinguir que un periodista, enviado especial a las zonas de conflicto con el gobierno, se convierte para nuestros compatriotas en el representante de -y el puente a- una ciudad capital que no entiende, que no procesa los objetivos de su alzamiento. Para el hombre de prensa, esta situación es difícil y ambigua, pues muchas veces puede devenir en impetuosos sucesos.

Otras veces, desde la rutina local, frente a manifestaciones, enfrentamientos, marchas e hinchadas, etc., uno está tentado a pensar en las viejas máximas filosóficas que conciben la actitud, el estado natural del hombre, como de guerra permanente. Pero Larijo y Humala, y muchos otros, no supieron medir el arrastre
de la multitud y el complicado hecho de que la insurgencia es un derecho del pueblo.

Lo cierto es que en esta época no hay peruano que logre encaminar la protesta bajo propuestas creativas y humanas. Y, por otra parte, pensamos que ante situaciones como las conocidas, es un error argumentar que aquí no pasa nada, que los otros son una fuerza minúscula y que no vale la pena negociar con ellos.

Todos estos son sólo hechos políticos y sociales que marcaron los primeros años del siglo XXI y que continuarán siendo parte de lo cotidiano, si no se apunta a sus causas

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