El barrio de Limoncillo, que hoy evoca la nostalgia de la Lima criolla, tuvo sus raíces en el distrito del Rímac, uno de los enclaves históricos más emblemáticos de la capital peruana. Según registros históricos, hacia 1787, esta zona recibió su nombre debido a los excepcionales limones que se cultivaban en una huerta local, destacándose por su calidad y abundancia. Este dato, aunque no está ampliamente documentado en fuentes primarias, coincide con la tradición oral que asocia el topónimo a la actividad agrícola colonial en el valle del Rímac.
En estas memorias, Augusto Ascuez (1892 – 1985) —músico y cronista de la Guardia Vieja— nos transporta a un Limoncillo ya desaparecido, donde las jaranas, los valses y las picardías de personajes como Saco y Sáenz definían el ritmo de la vida cotidiana. Aunque el barrio como tal ha sido absorbido por la urbanización moderna, su legado perdura en relatos que mezclan humor, música y un profundo sentido de comunidad. Aquí puedes escuchar a Don Augusto, se trata de un concierto en homenaje suyo, grabado el 5 de octubre de 1983 en el mítico y ya desaparecido local del Centro Sport Inca del Rímac.

El siguiente artículo fue publicado en el suplemento VSD del diario La República, el 4 de febrero de 1983, en Lima, Perú.
Limoncillo: para trompearse y bailar

El barrio de Limoncillo, por mis tiempos, era popularísimo, tanto por sus trompeadores como por las muchas casas de criollos que allí habían. Hacia abajo de la Cruz de Limoncillo, hay dos callejones, a la entrada, por la mano izquierda, del segundo callejón, quedaba a casa de don Andrés Leoncio, donde habían continuas jaranas. Por allí se dejaba ver Víctor Regalado, Alberto Salinas, Florentina Echevarria, Mercedes Villarán y sus hermanas.
Dentro del segundo callejón vivía el señor Curode con su esposa Micaela, donde se armaban unas tremendas jaranas a las cuales asistíamos mi hermano y yo, para cantar valses, polkas y marineras, muy divertido. Siempre celebraban los cumpleaños de toda la familia. Al final de este mismo callejón vivía una señora Teodosia que tenía varias hijas: Elvira, Sofía y Adela. Recuerdo también a la señora Magdalena, que era señora de Sáenz, quien tenía una hija muy buenamoza llamada Emilia, a quien visitaba Carlos Saco, el más enamorador de los criollos de mi época.
Un día lo encuentro y le digo: ya sé que estás muy adentro con Emilia. Saco sonrió y dijo: claro que sí. Anda, le dije, dile que se cambie de vestido. Para esto, Sáenz, Emilia y yo ya nos habíamos combinado para que Emilia se cambiase apenas Saco se lo propusiera. Y así fue; al rato salió Emilia toda cambiadita. No vez, le retruqué a Saco, ya decía que estabas muy adentro y él solo se reía pensando que ella le había hecho caso. Pero Emilia tenía otro enamorado y yo paraba amenazando a Saco con descubrirlo. No, no hermanito, me decía, no vayas a hacer eso.
Cuando íbamos donde la familia Villarán, unas chicas blancas y buenamozas, él le hacía la corte a una de ellas, y les paraba guiñando el ojo, hasta que en una de esas lo pesqué. Se lo hice saber, pero él sólo se reía. Así que le dijimos a un muchacho Masías para que le haga frente a Saco y entre Sáenz y yo le hacíamos zumba: qué tal enamorador que eres, lo molestábamos, donde vas sacas partido. Ah, se inflaba Saco, así es. Lo teníamos de punto. En todas las jaranas le parábamos diciendo: que ya nos vamos. Un ratito más, pedía Saco. Entonces pide más cerveza, le decíamos. Él pedía y seguíamos tomando. Siempre íbamos, luego de las jaranas en Limoncillo, a la casa de Sáenz en la calle Tumbes. Allí tenía su señora y sus hijos, con los cuales nos divertíamos bastante.
Yo tenía por entonces una concubina y un buen día Saco la enamoró. Sáenz lo amenazaba: vas a ver, le voy a decir a Augusto. No, se asustaba Saco, ese negro es un bandido, fíjate nomás las patadas que tira. Hasta que un día Sáenz me dijo lo que me estaba haciendo Saco, entonces yo le quité el habla. Pero yo lo hacía sobre todo para reírnos.
Un día entro a una casa donde se estaban jaraneando y entre ellos estaba Saco, que me saluda, pero yo ni caso que le hice. Qué tendrá el negro, le dice a Sáenz, es que ya sabe todo lo de allá, le respondió. Asustado, Saco le pide a Sáenz que nos hiciera amistar, pero este se negaba. Para entonces, en la reunión también estaba ese famoso boxeador llamado Bristol, quien al final fue el que medió ante la dueña de la casa para que nos haga amistar a Saco y a mí. Ella se me acercó a pedirme que me amiste, pero yo me hacía el disforzado, pero sólo porque sabía que le iba a sacar algo de trago.
Después me mandó al mismo Bristol y luego a Mercedes Villarán. Bueno pues, hasta que al fin me hice el que ya quería amistar, pero que se acerque con champagne, le dije a Mercedes. Yo le pedí champagne porque sabía que Saco acababa de recibir una herencia en Huacho. Se acercó, invitó su champagne, pero me seguía haciendo el disforzado: no me agarres mucho, le decía. Y él, calladito.
Contento estaba Saco de que ya habíamos amistado. Cuando salimos, Sáenz dice: vamos a desayunar. Vamos, interviene Saco, yo invito donde «Gavilán«. Eso quedaba a la entrada del Pedregal, y era muy famoso por sus desayunos con chicharrones y tamales. Después que tomamos el desayuno y que Saco pagó todo, dije: y de aquí, ¿dónde nos vamos? Donde Yufra nos fuimos, que vendía un cognac famoso de tres estrellas, que costaba cinco soles la botella. Ya en plan de abusadores, Sáenz, al rato, dice: bueno, ahora nos vamos a la plaza y compramos dos patos para llevarlos donde la señora Teodosia; para que nos haga un arroz con pato. Ya, ya, se entusiasmó Saco. Y pagó todo.
